La Gratitud como Fruto del Espíritu

La Gratitud como Fruto del Espíritu
Deuteronomio 6:10-12

En este tiempo en que el mundo celebra lo que llamamos Día de Acción de Gracias (gracias a Dios, por supuesto), vemos la gratitud como uno de los más importantes frutos del Espíritu.

La gratitud debe brotar de un corazón justo y agradecido de Dios; de un alma que ha conocido y entendido el sacrificio de Jesucristo en la cruz, donde derramó su sangre para justificar y redimir de pecados a los hombres y mujeres que le acepten como su Señor y Salvador.

En el pasaje que leímos, Josué, a quien considero como el brazo militar del ministerio de Moisés para sacar al oprimido pueblo de Israel de Egipto, liberándolo de la explotación a que los sometía el Faraón (que representa el pecado del mundo para el pueblo de Israel de hoy, la Iglesia de Jesucristo), para conducirlo hasta la tierra prometida, donde fluía leche y miel, aduciendo en que encontrarían bienestar y abundancia, exhorta a su pueblo a que, una vez alcanzada la promesa, no olvidar a Dios.

“Cuídate de no olivdarte de Jehová, que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”, les dice en el v. 12.
Conocía muy bien Josué al pueblo de Israel. Este pueblo, luego que Jehová escuchaba sus plegarias y peticiones y les complacía, no pasaba mucho tiempo para que se olvidaran y le dieran la espalda.

No les sorprenda que actualmente muchos llamados cristianos actúen de la misma manera. Aunque Jesús nos conoce muy bien, el ser humano es impredecible para nosotros. Por eso es que Moisés y Josué, como luego lo harían Jesús y los Apóstoles, recuerdan la necesidad de retener en nuestros corazones y actuar de acuerdo a la Palabra que nos legara el Señor por medio de su Evangelio, recogido en la Santa Biblia.

Antes de que el pueblo de Israel cruzara el río Jordán para entrar en la tierra de Canaán, donde se ubica a la Tierra Prometida, Jehová dijo a Moisés que enviará a uno de los jefes de cada tribu a explorar la tierra que estaban a punto de invadir.

Durante cuarenta (40) días los exploradores incursionaron por Canaán y al regresar informaron que la tierra era exactamente como se les había prometido. “Mana leche y miel”, dijeron, y como muestra trajeron un racimo de uvas que habían cortado cerca de Hebrón, que se dice eran tan pesado que entre dos hombres tuvieron que transportarlo (Números 13:23-27).

Pero, siempre un pero, también dijeron que la tierra estaba ocupada y completamente fortificada: “La tierra explorada devora a sus habitantes. Los hombres que hemos visto son de gran estatura… ante ellos nosotros parecíamos langostas, y esa impresion tenían también ellos.”

Una interpretación de la expression “devora a sus habitantes” es que la tierra no producía lo suficiente para sustentar bien la vida, lo cual contrastaba con la afirmación inicial de que era una tierra de abundancia. Temían abandonar lo que ya tenían, aunque el desierto era hostil y lleno de peligros, a cruzar el Jordán y llegar a la Tierra Prometida, pero que no conocían. Poca o ninguna fe, es lo que esto representa.

Así somos los seres humanos. Tememos enfrentar el futuro, aunque nos parezca promisorio. Ese es el mismo temor que nos embarga, cuando aceptamos a Jesús y nos enfrentamos a abandonar todos placeres que el mundo en que vivimos ofrece, la mayoría de los cuales no edifican. Preferimos, la gran mayoría, quedarnos en ese mundo que ningún bien nos hace, en lugar de seguir a Cristo y disfrutar de las bendiciones que nos aguardan a su lado.

Aquellos hombres, hicieron a un lado la abundancia del alimento divino (un racimo de uvas, que representan los frutos del Espíritu y la sangre preciosa de Cristo, tan pesado que tuvieron que transportarlo dos hombres), por lo que sus ojos mundanos podían apreciar (hombres de gran estatura, ante quienes parecíamos langostas).

Hombres inseguros, poniendo en duda el poder y la gloria de un Dios omnipotente, omniciente y omnipresente, que los había conducido por cuarenta (40) años a través del desierto, a pesar de sus traiciones y rebeliones, en cumplimiento de su promesa de guiarlos hasta la Tierra Prometida, donde tras el largo caminar alcanzarían una vida feliz y abundante.

No debemos poner en duda el amor y misericordia de Dios, que a través de Jesucristo nos da vida abundante y eterna. A cambio solo nos pide que le amemos igual que El nos ama a nosotros, en Espíritu y en Verdad, y que asi mismo amemos a nuestro prójimo.

De aquellos 12 exploradores, solamente dos, Caleb y Josué, alentaron a proseguir con la incursion en la Tierra Prometida. Pero el pueblo lloró de desilución. Se desalentó, se menoscabó su fe, y tramaron elegir un nuevo líder para sustituir a Moisés. Esto molestó a Jehová, que quiso castigar esa falta de fe, pero las súplicas de Moisés le hicieron desistir, y solo los castigó a vagar por otros cuarenta (40) años por el desierto. Un año por cada día que los exploradores pasaron en la tierra de Canaán.

Entonces quisieron volverse y por su cuenta, dejando atrás a Moisés y el Arca de la Alianza, intentaron invadir el territorio de los amalecitas y los cananeos. Como era de esperarse, sin tener la protección y bendición divina, fracasaron y quedaron abandonados a su suerte en el desierto.

Según el libro de Jeremías, pasaron 40 años que se presentan como de reflexión y purificación del pueblo de Israel, tiempo de devoción a Jehová y de aceptación de su infinita misericordia. Todos los de esa generación, excepto Caleb y Josué, que mantuvieron su fe intacta y estuvieron dispuestos a seguir la voluntad de Dios, morirían sin ver la Tierra Prometida.

Ese pecado original aferrado a nuestros corazones hace que vivamos de espaldas a Dios. Somos como aquellos diez (10) a quienes Jesús limpio de la lepra. Solo uno “volvió, glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y era samaritano”. (Lucas 17:15-16) La reacción de Jesús no se hizo esperar: “¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? No hubo quien volviese y diese Gloria a Dios sino este extranjero?” (Lucas 17:17-18)

En esta época en que vivimos, muchos tampoco escuchan lo que Dios tiene que decirles a través del Evangelio, ni agradecen el sacrificio que hizo de su hijo Jesucristo, quien derramó su sangre en la cruz por la salvación de nuestras almas.
Dios es quien permite que tengamos un buen hogar y una familia feliz, y provee para tener un automóvil, buena y abundante alimentación, ropa y abrigo, estudios, etc.

Es importante que como aquel leproso curado, nos postremos, volvamos la vista a Jesús y le glorifiquemos a viva voz, en acción de gracias por realizarse en nuestras vidas, como testimonio de su grandeza y poder.

El mensaje de Jehová al pueblo de Israel por medio de Josué (que también quiere decir Jesús), continua vigente.
Jesús nos ha separado del mundo pecaminoso, nos ha provisto de lo necesario para vivir alejados de la maldad y la corrupción rampante. “…Cuidate de no olvidarte de Jehová, que te sacó de Egipto, de casa de servidumbre”, para darte vida eterna y abundante, llena de gozo y paz. Vive para El y con El siempre, dale la Gloria en Acción de Gracias, por lo que ha hecho en tu vida.


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