¿Por Qué Dios Se Hizo Hombre?

En el principio, estaba Dios. Y siendo Dios, Él creó.

Las creaciones de Dios fueron magníficas. Él hizo un universo de dimensiones ilimitadas, poblado de estrellas y de galaxias. Su tamaño armonizaba con su vasta complejidad, en la intrincada danza del átomo y la molécula. La magnitud de su arte, su color, su sonido, su silencio, reflejaban el valor de su poder y de su amor.

Sin embargo, Dios concibió algo más que mundos, por eso Él creó vida. Se ocupó de su mundo especial, la tierra, llenándola de plantas y de animales, enormes y microscópicos: un reino de criaturas que se mueven, respiran y hasta razonan, en extravagante variedad. Había árboles altísimos llenos de nidos, los cuales reinaron durante veinte siglos, decorados de cachipollas que nacían y morían en el mismo día.

Pero Dios deseaba algo más que vida; deseaba amistad, así que creó a la humanidad. Esta sería su creación suprema: una manifestación de vida que reflejaría su propio ser. Las rocas y los árboles, las estrellas y las ballenas, todo eso era maravilloso, pero no eran sus hijos. Los hombres y las mujeres, tal como él los hizo, serían la familia íntima de un Dios infinito, aunque fueran de carne y hueso. Era una idea extravagante la de esta comunión: el Espíritu perfecto e infinito que era el Señor de todo, y la criatura diminuta y limitada que se autodenomina humanidad.

Sin embargo, hubo amor entre ellos hasta que los hijos de la tierra tropezaron. Eso es una historia para otro día, pero la verdad es que los hijos de Dios escogieron la desobediencia y huyeron de su presencia avergonzados. Otro nombre para la desobediencia fue pecado, y esto se transformó en una barrera imposible de superar entre el Creador y sus criaturas. Los hombres y las mujeres conocían a Dios como uno consideraría a un tío lejano al que nunca ha visto personalmente.

En ciertos momentos, los hijos de la tierra se daban cuenta de cuán distinta podría ser la vida. Un poeta vio el hermoso mundo a su alrededor y reflexionó:

Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto:
«¿Qué es el hombre, para que en él pienses? ¿Qué es el ser humano, para que lo tomes en cuenta?» Pues lo hiciste un poco menos que un dios, y lo coronaste de gloria y de honra.
(Salmos 8:3-5)

El abismo entre el Creador eterno y sus diminutas y limita das criaturas era demasiado grande. Como consecuencia, muchos lo ignoraron por completo. Los mejores y más obedientes se esforzaban valientemente por complacerlo, pero la terca rebeldía humana condenó al fracaso cualquier esfuerzo.

Los hijos eran conscientes de su debilidad. Sabían que estaban perdidos y añoraban a su Padre, a quien los impulsaban todos sus instintos. En sus momentos más sensatos, se daban cuenta de que, a pesar de todo el mal que habían hecho, su distante Padre los amaba con un amor eterno. De todas maneras, era una nostalgia vana, pues la separación permanecía. Él era puro y ellos estaban manchados. ¿Cómo podían siquiera aspirar a la perfección que los haría nuevamente dignos de él? Era como tratar de construir una escalera para llegar a la luna.

Si los hijos sentían su pérdida con tanta amargura, ¿cuánto más intenso sería el dolor en el corazón del Padre? Era tan grande como lo profundo de su amor. Como para cualquier padre, sus hijos eran su mayor alegría. Le habían fallado una y otra vez, todos ellos, día a día; sin embargo, su cariño por ellos no había disminuido. Amaba perfectamente a cada uno, sin límites, como si ese pequeñito fuera su único hijo.

EL HABÍA ENVIADO A LOS PROFETAS MUCHAS VECES, PERO AHORA HARÍA ALGO TODAVÍA MÁS SORPRENDENTE.
DEJARÍA SU TRONO CELESTIAL PARA CAMINAR ENTRE LOS HOMBRES, COMO UN REY ENCUBIERTO, EL SEÑOR DEL UNIVERSO EN PROPORCIONES HUMANAS, EL CREADOR ENTRE SUS CRIATURAS
.

El Padre los anheló, a través de los siglos y del nacimiento y la caída de las civilizaciones, sin dejar jamás de extender sus manos a su pródiga familia. Lo hizo de todas las maneras posibles: mediante las glorias de su creación, a través de los incalculables dones que les dio, mediante las palabras de los profetas y los maestros. Envió a sus siervos con incontables mensajes, repitiendo lo mismo de diez mil maneras distintas: «¡Vengan a casa! ¡Regresen a casa! Los amo ahora y para siempre.»

El gran problema debía tener una solución. La primera tarea era hacer regresar los hijos hacia el Padre. ¿Cómo podría la carne impura conocer al Espíritu puro? Debía existir una manera para que el hombre supiera cómo es Dios y, por lo tanto, se diera cuenta de cómo podría ser la vida. Desde luego, la totalidad del concepto era superior a la capacidad del entendimiento humano. Por ejemplo, ellos nunca podrían comprender la naturaleza del cielo. Para hacerlo, tendrían que traspasar sus puertas, y en su condición humana contaminada, no podrían lograrlo. Sin embargo, el cielo podría venir a ellos.

El cielo nunca podría ser volcado en ese recipiente impuro que era la tierra. Pero había una alternativa: Dios mismo podía hacer el viaje. ¡Él, en persona, podía verter su divinidad en carne y sangre y visitar el mundo! Podría caminar entre las personas como un ser humano completo en todos los sentidos, siendo a la vez enteramente divino. Él había enviado a los profetas muchas veces, pero ahora haría algo todavía más sorprendente. Dejaría su trono celestial para caminar entre los hombres, como un Rey encubierto, el Señor del universo en proporciones humanas, el Creador entre sus criaturas.

Entonces, la naturaleza de Dios sería visible para todo el mundo. La gente en la tierra podría ver cómo era Dios. Contemplarían su amor y fidelidad perfectos, su ilimitada devoción aún para con los enfermos, los pequeños o los de corazón entenebrecido. Conocerían las cosas que le importaban a Él. Y en esa encarnación, ellos podrían ver un modelo perfecto de cómo podía ser realmente la vida.

Todo esto era necesario para que Dios y la humanidad pudieran reconciliarse alguna vez. Por lo tanto, el Señor del universo se trasladó a este mundo. Ingresó a nuestro planeta a través de una entrada llamada Belén, y el mundo cambió para siempre.

Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. (Juan 1:14)

(Escrito por Dr. David Jeremiah)

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